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Dr. Abraham Gómez R.

Miembro de la Academia Venezolana de la Lengua

Asesor de la Comisión por el Esequibo y la Soberanía Territorial

Consultor de la ONG Mi Mapa

Asesor de la Fundación Venezuela Esequiba

Miembro del Instituto de Estudios Fronterizos de Venezuela(IDEFV)

Con la firma del precitado Tratado el 17 de febrero de 1966 se cerró una abominable etapa en nuestra reclamación por el inmenso espacio territorial que nos arrebataron, a través del “laudo” de 1899.

Comenzó un nuevo recorrido que dejó como cosa del pasado los develados mecanismos arteros practicados por los imperios de entonces y el inefable DeMartens, en colusión contra nuestra patria.

Hasta las proximidades de la fecha para suscribirse el Acuerdo (ley promulgada, aún vigente en nuestra República) los representantes del Reino Unido se mostraban reacios a admitir la nulidad absoluta del hecho perpetrado en París el 03 de octubre, que devino en el adefesio arbitral de ingrata recordación.

La delegación venezolana apeló a brillantes, transparentes e irrebatibles pruebas del despojo ante la Asamblea General de la ONU, en recurrentes conferencias desde 1962 hasta 1965; que a los ingleses no les quedó más alternativa que enviar a su canciller a la mencionada ciudad de Suiza a suscribir ( que  luego ratificaron) el documento acordado; en cuyo contenido se habilitan los mecanismos convenientes para lograr una solución “práctica, pacífica y satisfactoria” para las partes conflictuadas.

Mientras tanto, en Venezuela se alzaban en contra de lo que se estaba firmando voces de intelectuales y conocedores de la materia; por cuanto, según ellos con tal escrito (pactado y aceptado trilateralmente) no se garantizaba la conclusión definitiva del problema.

Con mayor fuerza crítica se dijo que ese documento – en apariencia, alcanzando de buena fe- menoscababa a Venezuela su libertad de decisión en política exterior (por lo menos para tal caso) desde el momento que se predeterminaba el reconocimiento del naciente Estado de la República Cooperativa de Guyana, con el cual debía llevarse a cabo la ejecución del Tratado.

Quienes ponían en duda y cuestionaban la bondad del Acuerdo de Ginebra se hacían y exteriorizaban una pregunta a la opinión pública en general.

¿Qué objeto tenía renunciar a nuestra soberana acción y facultad legítima frente a la inminente realidad que surgía con la independencia de la Guayana Británica, el 26 de mayo de 1966?

Por cierto, obtenida a cuatro meses apenas, tras la protocolización del Acuerdo.

Otro interesante aporte ofrecido, en idéntico sentido evaluativo del proceso que se estaba desarrollando, daba cuenta que se había colocado al Estado venezolano en la situación y condición de discutir –directamente—el pleito con la excolonia británica, porque la delegación de la pérfida Albión hizo mutis; no obstante, habiendo asumido explícitamente en el texto convenido la corresponsabilidad (y obligación internacional) de inmiscuirse hasta resolver la controversia.

 Algunos compatriotas llevaron sus conjeturas mucho más lejos, y manifestaron que nuestro país debió, en su momento, denunciar el Acuerdo (en los términos del derecho internacional) o haber pedido su extinción de inmediato.

Nos conseguimos, a su vez, con quienes conseguían una seria contradicción a lo interno (en el fondo, o fin último) del Acuerdo; puesto que, según lo allí convenido se debe conducir al “arreglo práctico” de la controversia; pero siguiendo el procedimiento que señala el artículo (33) de la carta de las Naciones Unidas.

Quienes sostenían esa tesis exponían que ningún tribual de derecho (caso de la Corte Internacional de Justicia) busca “arreglo práctico”; sino que se limita a aplicar el Derecho, exclusivamente, o a resolver por equidad si va a decidir ex aequo et bono, conforme al artículo (38) del Estatuto la Corte.

Para dictaminar a través de este último dispositivo resolutivo, las partes en la controversia deben concretar y convenir que así se lleve el Proceso litigioso y admitir la sentencia respectiva.

A pesar de todo lo reseñado anteriormente, Venezuela reivindica – con infinito orgullo- en todas y cada una de sus letras el Acuerdo de Ginebra (sin omitir que hay algunas limitaciones); extraordinario instrumento documentativo que arriba a (58) años con pleno vigor jurídico.

Nuestro país enaltece, con honor y gloria, a los compatriotas promotores, proponentes y firmantes; porque, en las circunstancias presentes de la controversia es el único escrito, avalado internacionalmente, donde se reconoce – sin dudas ni temores- que existe una contención, que está viva; derivada del insistente reclamo por Venezuela de que fuimos despojados -con vileza- de 159.500 km2 (una séptima parte de nuestra geografía), comparable a todo el occidente nacional.

Este admitido documento, que tiene la categoría de haber causado estado en la ONU, puso en tela de juicio la cosa juzgada; que es el falaz argumento de la contraparte en su causa de pedir en el Cuerpo Jurisdicente.

Dicho más claro. El Acuerdo de Ginebra desmontó el Principio de la Intangibilidad de la Cosa Juzgada; por encima de la tendencia mundial de aceptar las decisiones arbitrales y judiciales que fundamentan el Derecho Internacional.

El Acuerdo de Ginebra le confiere preeminencia a que persiste nuestra reclamación hasta que alcancemos la debida restitución en justo derecho.

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