M.G. Hernández
El empoderamiento estuvo muy lejos de iluminar los caminos de las mujeres en los tiempos de mis tías abuelas que fueron por empatía mis verdaderas abuelas. Recorro sus vidas y siento que se me arruga el corazón al recordar sus palabras llenas de dolor contenido, de frustración y de rabia con ellas mismas. Como la niña del “arroz con leche”, bordaban y tejían maravillas, conocían de la literatura universal y además manejaban las viandas como grandes chefs de restaurantes. Tristemente sus pieles se fueron mustiando en solitud día a día, igual que sus melancólicas noches que puedo imaginar entre trastornados soliloquios. Sus ajuares bordados y tejidos por ellas mismas, durmieron el sueño eterno hundidos en el fondo de un baúl de sándalo, construido para ellas por su padre.
Que inutilidad, que desperdicio la actitud recia, empedernida y vacía de su progenitora. Seguramente calcó a su madre y supongo ésta a la suya, porque no he de entender que siguiera trillando los mismos caminos obscuros ya entrando el siglo XX. Fue torpe el martirio abusador de aposentar los pretendientes, como quien unta de goma una estampilla. Quizás ellas ilusionadas, diariamente se conformaban con mirarse en los ojos de sus enamorados, sin pensar siquiera en el pecado venial de un beso ni recelar que esa picardía, hubiese sido los preciso para mitigar suspiros.
Así, pasaron los años, primero por un largo duelo y después por la absurda norma de que debían conocerse bien antes de dar el sí frente al altar. Visto claramente, eran reglas humillantes ejercidas para poner las hijas en su sitio, un sitio, simbólicamente respetable, sin embargo, invisible, donde no tenían ni voz ni voto. Asimismo, debían soportar la chaperona, adusta persona que no por ser familia consentía algún descuido.
La historia que oí de sus propios labios, de sentir como se culpaban de no haber defendido sus amores, no la olvido, y quizás su ejemplo me ayudó en mis coyunturas, a tomar importantes decisiones cuyos frutos son las alegrías que he disfrutado en mi vida. Mis tías abuelas Rosa y Etelvina inconformes y luchadoras, aunque nadie las recuerde, orgullosamente debo brindarles este homenaje, porque a pesar de toda la tristeza que cargaron, dejaron su huella en la historia de nuestro querido Maracaibo.
Ellas, decidieron unir sus vidas para salir adelante. Dispusieron hollar sus propios caminos, tutelar sus vidas y consentir sus deseos. Usarían lo que bien sabían hacer y demostrarían que eran las mejores. Tenían suficiente para rodear o vencer desafíos, por lo que hicieron negocio por una casita en la calle derecha y además de los muebles heredados de sus padres; compraron un par de modernísimas máquinas de coser Singer.
La fama de sus extraordinarias agujas corrió como luz por doquier, y en un abrir y cerrar de ojos tenían la mesa llena de demandas. Sin embargo, algo mucho mayor llegaba de la mano de Justo González, prestigioso comerciante que había fundado una empresa textil en 1926 llamada The Best, ubicada en su propio edificio de la avenida El Milagro. González, buscando las mejores sastras para confeccionar las camisas que esperaba ofrecer al número creciente de profesionales de entonces, oyó hablar de las hermanas García de la calle derecha y sin perder un paso, se dirigió a la dirección que le habían facilitado.
Me contaron, que les costó aceptar la proposición. Tenían ya buena clientela con solo los trajes de novia que, aunque les daba mucho trabajo, mayor también era la compensación.
Mas esta vez, el universo no se hizo de rogar y la ayuda llegó a la misma puerta. El amigo presbítero José Ángel Rosado, que era asiduo visitante, ahora traía bajo el brazo una encomienda de monseñor Godoy; innovador sacerdote y periodista, que el papa Benedicto XV había nombrado Obispo del Zulia. El ungido, conocía muy bien a la familia García Portillo, sobre todo a las hermanas que, eran hijas de María y constantes compañeras en la misa vespertina y los rosarios, en el Templo de San Juan de Dios.
La propuesta que les hacía el prelado no podía llenarlas de mayor gozo, éste las invitaba a confeccionar los mantos que luciría la Virgen de Chiquinquirá en los altares y en las andas que la llevaría a pasear por las calles de su amada ciudad. No recuerdo las fechas de la historia, pero por lógica, puedo asegurar que hicieron la capa de su coronación en noviembre de 1942.
Como pueden ver, en aquellos lontanos años, los más distinguidos señores se vistieron con las camisas pret a porter hechas por Rosita y Etelvina, quienes desplegaban en su mesón enormes rollos de tela para poner una sobre otra y cortar varias piezas a la vez. Las prendas ya listas pasaban a ganchos en largos maderos de donde eran tomadas por una planchadora que al final, las doblaba con pericia para meterlas en bolsas de celofán.
Cuantos rollos de colores pasteles vi entrar por el zaguán de las tías mientras jugaba con Oliver, el perrito sato más hermoso que jamás vi. Hoy, son solo vestigios de imágenes que a veces creo que nunca viví. Asimismo, quizá pueda existir algún manto que hicieron para la China, en algún baúl, en algún cajón, de algún rincón…o puede que no, que todo haya sido olvidado y consumido por el tiempo que es inclemente con los sentimientos, con la memoria; pero yo, emocionada, hoy traigo este relato con el mayor orgullo de mi estirpe, de la nobleza digna de estas señoras que supieron ver la vida con la frente alta no importando la pena que ocasionó la brecha generacional tan profunda de su época y mayormente aguda, recóndita e insondable de la humanidad presente. Un presente en este nuevo siglo que avanza a pasos agigantados en un mundo herido de muerte y al parecer, sin esperanzas de cura.