Sentado en unas mesitas escolares de la escuela local, recuperada recientemente por la Unicef, el cacique de la comunidad indígena de Cambalache, Venancio Narváez, habla sobre la situación que enfrentan las más de 236 familias que conforman la comunidad: en medio de una economía nacional empobrecida, los indígenas representan uno de los últimos eslabones de la cadena.
Llegaron a Cambalache buscando lo que ya no tenían en sus tierras del Delta, y comenzaron a vivir de lo que recolectaban en el vertedero, y de una mendicidad organizada que tiene como origen su método tradicional de recolección. Sin embargo, desde la clausura del vertedero en el 2014, sobreviven al formar parte de una cadena de comercio informal que revende tambores de combustible, en un principio a Guyana, y actualmente, en el marco de la crisis de combustible, a los mismos venezolanos.
La transculturización
Desde que comenzaron a asentarse en Cambalache, su relación con los criollos ha ido en aumento. El cacique se queja de las consecuencias de esto, pues dice que ahora la gente cree que “el indio es criminal, es drogadicto, es ladrón”, pero el hacer “lo malo” se ha dado como consecuencia de su relación con los criollos. “Si la gente piensa eso, ¿qué apoyo podemos tener? Estamos revueltos”.
Cuando habla de apoyo, se refiere a los proyectos de piscicultura y siembras que han ido a promover desde la alcaldía y la gobernación en tiempos de elecciones y han sido abandonados antes de iniciarse.
Comenta que, con el incremento de la crisis de la gasolina, más criollos se han trasladado a la zona, y un lugar que antes era tranquilo, ahora acoge armas, droga y música en altas horas de la noche, lo cual perturba la convivencia a la que estaban acostumbrados, y ha hecho que el indio se revele: “el indio ya no quiere ser indio”, lamenta Narváez.
Manifiesta que ha sido imposible conseguir que se organicen para producir sus propios alimentos y prefieren formar parte de la economía criolla. “Para vivir, el indígena necesita el pescado en la mañana, la guarapita con domplina en la tarde, y un casabe de yuca dulce con guitarrilla en la noche”. Para él, eso es algo que, organizados, y con el suficiente apoyo, podrían conseguir.
A pesar de que fue elegido por aproximadamente 500 personas, repetidamente ha convocado a reuniones para buscar soluciones a esa situación y la gente no va. “Ahorita lo que hay es hambre y la gente solo se preocupa por buscar el pan de la forma más rápida posible. Ni siquiera por estudiar, hace más de 20 años que no tenemos un bachiller de esta comunidad”.
Cuenta que como comunidad han aprendido a ver cómo a los suyos se los lleva la policía, y cuando a uno se lo llevan preso, sufre la comunidad entera.
Para él, esta situación es reversible, pues ha visto cómo con la debida colaboración, se recupera el sentido de pertenencia. La pequeña estructura que funge como escuela local, lo demuestra.
“Aquí vino la gente de Unicef y en cuestión de días ya habían arreglado la escuela y construido un tanque de agua potable, algo que los políticos habían estado prometiendo durante años. Después de eso, el sentido de pertenencia aumentó; ahora hay niños que vienen a ver sus clases, que limpian y cuidan esta zona, porque si nosotros mismos no lo hacemos, ¿quién más?”, reflexiona.
Él solo quiere respeto para la comunidad, e incluso invita a organizaciones o interesados en apoyarles con cursos o talleres que fomenten la recuperación de sus tradiciones. “Yo me he formado y he leído la constitución, sé que es nuestro derecho mantener y preservar nuestra cultura”. La cultura de una comunidad que no solo enfrenta la pobreza, la desnutrición, y el abandono sanitario; sino que su cultura y sus tradiciones ancestrales también están amenazadas.
La ironía del desastre ecológico del que fueron víctimas
Para los Warao, el mundo se basa en un equilibrio entre el hombre, la naturaleza y los seres sobrenaturales. Bajo esta concepción, toda intervención humana en el mundo natural, produce consecuencias que pueden resultar fatales para los humanos. En su visión del mundo, el estado ideal es el equilibrio, y el hombre no ha sido creado para, ni posee el derecho de “someter” a la naturaleza para su provecho.
A mediados de la década de 1960, la Corporación Venezolana de Guayana (CVG), en el marco de un proyecto para establecer el Delta del Orinoco como el principal abastecedor de agroalimentos para la Guayana venezolana, intervino el Delta del Orinoco a través de una serie de diques que tenían como objetivo impedir las crecidas estacionales del Orinoco, que inundaban terrenos potencialmente aptos para la agricultura.
El proyecto fue un fracaso. Entre la salinización de los caños, la inhabilitación para la agricultura de las tierras circundantes, y las afectaciones para las comunidades indígenas de la zona, con respecto al abastecimiento de agua potable, sus siembras, y la pesca, los resultados fueron irreversibles.
Con el daño a sus tierras y el desplazamiento, cambió su patrón socioeconómico tradicional. Pasaron de vivir en torno a una relación producción-hábitat-vivienda-relación parental como un todo equilibradamente homogéneo, a ser conuqueros y asalariados de los criollos. Y de eso a su situación actual: vivir del comercio informal o de la recolección de basura.
Prensa Provea