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En marzo, el investigador santafesino Pablo Siroski formó parte de una misión que se internó en esta región venezolana para buscar el antecesor común de dos tipos de cocodrilos. Cuando salió de la selva, el mundo había cambiado por la cuarentena: cómo fue la larga vuelta a Santa Fe en la era covid

La aventura empezó complicada de entrada. El 10 de marzo, cuando llegaron a Venezuela, el equipo de investigadores necesitó ocho horas de trámites para salir del aeropuerto de Caracas, el punto de partida de la expedición al Delta del río Orinoco para buscar el antecesor ancestral de dos especies: el caimán del Orinoco (Crocodylus intermedius) -que está en peligro de extinción- y el cocodrilo americano (Crocodylus acutus).

El biólogo mexicano Gualberto Pacheco-Sierra, el doctor en Ciencias Veterinarias santafesino Pablo Siroski (que es investigador del Conicet) y el doctor en Biología español Rafael Antelo tuvieron que explicar durante largas horas para qué llevaban ochenta pilas recargables, un dron y otros materiales específicos para el trabajo en el equipaje. “El Delta del Orinoco es una zona muy aislada y necesitábamos estar seguros de que íbamos a contar con la energía -las pilas- para las linternas que usamos para iluminar los cocodrilos en las recorridas nocturnas por los riachos y arroyos”, recordó Siroski, en una entrevista con Aire Digital.

El biólogo mexicano Gualberto Pacheco-Sierra (izq.) y el doctor Pablo Siroski hablaron con Aire Digital en febrero, cuando estaban planificando la logística de un viaje que quedó atravesado por la pandemia.
Maiquel Torcatt/ Aire Digital

La expedición, que se financió con un subsidio de la Sociedad National Geographic, dos días después ya estaba en Tucupita, la capital del estado Delta Amacuro, y una ciudad de unos 90.000 habitantes que es la puerta de entrada al Delta del río Orinoco, una “telaraña” de selva y riachos de 40.000 kilómetros cuadrados y con una desembocadura al mar de 350 kilómetros. En este video, que grabó Siroski, se puede recorrer durante unos segundos uno de los arroyos del Delta.

El 12 de marzo, en la Argentina todavía no había comenzado la cuarentena por el coronavirus y en Venezuela tampoco. En Tucupita, los científicos se terminaron de abastecer y arreglaron que se iban a quedar en un pueblo de la etnia de los Waraos que se llama Curiapo, bien adentro del delta. Son una comunidad de gente del agua, que vive en el delta desde hace siglos en casas montadas sobre palafitos (se los encontraron ahí los conquistadores españoles que siguieron a Colón).

El biólogo mexicano Gualberto Pacheco-Sierra quedó rodeado por los «pibes» de los waraos cuando sacó a volar el drone.
Gentileza Pablo Siroski

Si Venecia se construyó en medio del agua para protegerse de las incursiones de los pueblos germánicos en el siglo V, aquí la hipótesis -que refleja su propia tradición oral- es que la etnia de los Waraos se refugió en este laberinto de agua, camalotes y cocodrilos para evitar los ataques de otras tribus guerreras. “Cuando llegamos con la lancha -contó el investigador santafesino- nos encontramos con una pequeña ciudad adaptada al agua”.

La vida con los Waraos requirió cierta capacidad de adaptación, en primer lugar porque no usan camas. “No encontrás un sólo colchón. Duermen en lo que nosotros llamaríamos hamacas paraguayas, pero nos enseñaron a acomodar el cuerpo y la verdad que dormimos bien”, destacó Siroski.

Durante una semana, desde su base en la villa de los Waraos, los investigadores recorrieron los arroyos y riachos del delta para tomar muestras de los cocodrilos, que pueden tener más de cuatro metros, y los caimanes de la zona. Los guías waraos los acompañaron en cada recorrida. «Ellos conocen el lugar y nos llevaron por sitios que nunca hubiésemos encontrado solos. Nos detuvimos en cada casa para hacerles encuestas sobre las especies de caimanes y cocodrilos que conocían y cómo los identificaban. Les preguntamos cuáles eran las percepciones sobres estas especies, si los cazaban y con qué fin: alimento o artesanías con el cuero», explicó el investigador. No son preguntas inocentes. Son el insumo para luego diseñar programas de conservación de fauna, que son esenciales para proteger especies que están amenazas como el enorme caimán del Orinoco.

El caimán del Orinoco, que es endémico de esta zona, está en peligro de extinción.
Gentileza: Ariel S. Espinosa-Blanco.

«La hospitalidad de los waraos fue fantástica -insistió Siroski-, se brindaron completamente para colaborar con nosotros a pesar de que la propuesta era complicada e implicaba un trabajo nocturno prolongado. Siempre lo hicieron con mucho entusiasmo». Los cocodrilos y caimanes los capturaron con un lazo, para tomar pequeñas muestras de tejido en las crestas de la cola. También les sacaron sangre en la vena espinal o caudal y luego los liberaron.

Curiapo es el pequño pueblo de los Waraos en el que se quedó el equipo de investigadores. Las casas están construidas sobre palafitos.

«Los waraos tienen un conocimiento ancestral muy interesante sobre los diferentes recursos y la fauna del delta. Saben diferencias las especies y conocen los hábitos de cada una, como que hubieran estudiado su biología. Realmente es sorprendente y para nosotros fue de mucha utilidad», destacó el investigador.

En los siete días de trabajo no pudieron encontrar la especie ancestral que fueron a buscar, pero descubrieron dos tipos de caimanes en un lugar inesperado: estaban en riachos de alta salinidad muy cerca del mar. Hay especies de cocodrilos de agua salada, pero no se habían registrado caimanes adaptados a este ambiente mucho más salino. “Quizás este sea el hallazgo más interesante de la expedición, una vez que las muestras de ADN se procesen en el laboratorio molecular del Instituto de Investigación Tropical Smithsonian en Panamá», adelantó Siroski.

Antes de irse de Curiapo, el investigador grabó este video que retrata parte de la vida cotidiana de los Waraos.

La Odisea, versión coronavirus

El 18 de marzo, después de estar una semana aislados en el delta, los científicos decidieron volver a Tucupita para recargar provisiones y seguir buscando a los descendientes de ese cocodrilo ancestral. Pero el mundo había cambiado. “Como en la Argentina, en Venezuela también comenzó la cuarentena contra el coronavirus. No podíamos conseguir combustible, todo estaba cerrado y nos decían que no íbamos a conseguir vuelos para volver”, recordó Siroski.

Se quedaron dos días en Tucupita para ver si conseguían los “insumos” para volver al Delta, pero se dieron cuenta que el riesgo era quedar varados ahí. No quedó otra que intentar recorrer los 720 kilómetros que los separaban del aeropuerto de Caracas.

Para salir de Tucupita tuvieron que hacer gestiones con la embajada argentina, mexicana y española, y necesitaron un pase que les firmó un coronel venezolano. Encararon la ruta con la camioneta que habían alquilado y enseguida se dieron cuenta que la vuelta iba a ser bien lenta. Cada 50 o 100 kilómetros había un control policial y las demoras eran eternas. Tardaron un día en llegar a Caracas.

La capital venezolana también estaba atravesada por el comienzo de la cuarentena. Los negocios abrían 7 a 17 y después cerraban todo. El investigador mexicano se pudo volver con un vuelo que gestionó su país. Pero Siroski y el científico español -después de tres días varados en Caracas- decidieron salir de Venezuela en la única posibilidad que les ofrecían: un avión a La Habana en Cuba.

A partir de ahí, el científico santafesino comenzó una vuelta insólita, aprovechando los vuelos en los que lograba “colarse” y sin salir nunca de los aeropuertos. De La Habana despegó hacia Miami, luego a New York y después a Detroit. En vez de acercarse a Santa Fe, se alejaba.

En Santa Fe, Pablo Siroski participa del Proyecto Yacaré desde más de 25 años.
Maiquel Torcatt/ Aire Digital

En la ciudad insignia de la industria automotriz de Estados Unidos, Siroski consiguió el primer vuelo con destino sur: San Pablo, en Brasil. “Cuando llegué al aeropuerto internacional de Guarulhos me encontré con 400 argentinos varados y ningún vuelo a la Argentina, pero encontré una alternativa en un avión que iba a Foz de Iguazú, una ciudad que está pegada a nuestra frontera”, contó.

En ese mismo aeropuerto se tomó un “uber”, cruzó a la Argentina y otra vez terminó en una larga cola. Había colectivos de una empresa que ofrecía viajar a Buenos Aires y Córdoba, y consiguió el último asiento en el que iba a la capital cordobesa y pasaba por Santa Fe.

Con la pandemia encima, al investigador santafesino la vuelta desde Tucupita a Santa Fe le llevó una semana, siete aeropuertos y más de 13.000 kilómetros en lancha, camioneta, avión, uber y colectivo.

Gastón Neffen/AIRE DIGITAL

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