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Josiah K’Okal, padre de la congregación religiosa católica Misioneros de la Consolata, llegó a Boa Vista, Brasil, en enero de 2020. Actualmente está cursando Antropología en la Flacso (Ecuador) y su tema de investigación es “La migración transfronteriza del pueblo warao”. Esta es solo una de las razones de su viaje, hacer el trabajo de campo que forma parte de su tesis, porque a medida que transcurre el tiempo se ha dado cuenta que encontrarse nuevamente con los warao “es reanudar ese camino, es fortalecer esos lazos, es tomar una posición política y defender su causa”.

Y es que este bare mekoro (padre negro), como lo llaman los warao, estuvo viviendo entre este pueblo indígena durante ocho años en la comunidad de Nabasanuka, ubicada en el municipio Antonio Díaz, estado Delta Amacuro, Venezuela. Es por esto que se siente tan próximo a los warao: “Hay algo que nos une, por lo cual ellos también esperan que yo pueda ser su portavoz. En estos espacios yo me encuentro con personas en cuyas casas comí y dormí (…) No es justo que estén aquí y en estas condiciones”, dice el religioso.

K’Okal debía regresar a Ecuador el 30 de marzo, pero por la clausura de las fronteras no ha podido. Tal vez se está cumpliendo parte de su sueño “volver a compartir la vida con los warao”. Para que sea completo, deberá ser en el delta, cuando los warao en diáspora también regresen a su tierra.

—¿Cómo se está abordando la pandemia de coronavirus dentro de los migrantes indígenas de Venezuela? ¿Qué medidas ha tomado el gobierno de Brasil?

—Este es un tema que da dolor de cabeza y mucho miedo. Gracias a Dios que hasta ahora no hay ningún caso. Primero, quiero describir un poco en contexto de los indígenas aquí en Boa Vista. Viven en dos localidades: el abrigo (tipo campamento de refugiado) llamado Pintolandia, y lo que llaman una Ocupación Espontánea, llamada Ka Ubanoko. Ka Ubanoko es un nombre warao que significa nuestro hogar o nuestro dormitorio. Pintolandia tiene la atención de ACNUR y el Ejército brasilero, junto con otras muchas organizaciones. Los habitantes, por lo menos, tienen la seguridad alimentaria y habitacional; aunque el abrigo que mide como 100 x 100 metros tiene una población de casi 700 personas.

La situación de Ka Ubanoko es más dramática. Se trata de un espacio de alrededor de 100 x 100 metros donde habitan 877 personas, entre indígenas y criollos venezolanos, en condiciones muy deplorables. El sistema de agua negra no tiene salida a ninguna parte y se queda estancada en el mismo recinto. La ocupación cuenta con cuatro puntos de recolección de agua para todos los habitantes. Los baños compartidos por todos los habitantes no son más de 10. Y toda la ocupación solo cuenta con dos filtros de agua potable. Además, los habitantes no cuentan con la seguridad alimentaria, aunque por ahora hay organizaciones que ayudan con el desayuno, el almuerzo y una merienda para los niños. Los habitantes tienen que salir a la calle a buscar latas o cualquier material de reciclaje para su sobrevivencia. Pero, con las medidas de cuarentena, ya no pueden salir. Estas condiciones hacen de Ka Ubanoko un lugar con características muy especiales. Sin embargo, el gobierno no tomó en cuenta estas características especiales y reprodujo en este espacio las mismas medidas que se piden a todos. ¿Dígame como 877 personas en este pequeño espacio puede observar el distanciamiento social? ¿Cómo se pueden lavar las manos cada cierto tiempo si tienen solo cuatro puntos de agua, para buscar agua para uso en las casas? Con ayuda de una familia, logramos colocar tres lavamanos cerca del portón, pero esta es solo una gota en el océano. Muchas veces las familia de Ka Ubanoko ni tiene jabón para bañarse, ¿cómo van a tener para lavarse las manos? Sí, se produjeron videos y audios en warao y eñepa para concientizar a la gente, y el ACNUR dio charlas sobre el coronavirus; pero, ¿cómo se logra poner en práctica esas demandas de higiene e distanciamiento social sin condiciones mínimas en la estructura de Ka Ubanoko?

—¿Qué piensas que debería hacer el gobierno brasilero para atender esta situación?

—Creo que usted está de acuerdo conmigo que en la lucha contra el Covid-19, lo más importante es la prevención, que en este lugar consistiría en dos cosas: tener estructura adecuada y evitar el contacto con personas fuera del establecimiento. Yo esperaba que el gobierno de Brasil y las agencias que se encargan de los inmigrantes tomara medidas de perentoriedad para adecuar este espacio, creando mínimas condiciones cómo medidas de prevención. En parte ya respondí a la pregunta sobre lo que el gobierno debería hacer. Pero, quisiera añadir que Ka Ubanoko, igual que los abrigos, es bomba de tiempo. Dios no lo quiera, pero un solo caso significaría que toda la población probablemente se contagiaría. En estos días han llegado instituciones como Médicos sin Fronteras para distribuir kits de higiene personal. Es un alivio grande para esta población. Estamos a tiempo todavía para implementar algunas de las medidas como canalizar el agua negra para que tenga salida, colocar más puntos de agua, instalar lavamanos, poner más filtros de agua potable. Estamos buscando una manera de proveer la cena para los habitantes, ojalá que el gobierno se uniese a nosotros para lograr este fin. Sólo así se aseguraría que dentro de este espacio existan condiciones adecuadas y, al mismo tiempo, se evite contacto con el mundo exterior.

—¿Cómo ha sido la situación de los migrantes indígenas de Venezuela en Brasil? ¿A qué pueblos indígenas pertenecen? ¿En qué lugares viven? ¿Cuántos hay? ¿Cómo hacen para subsistir?

—Hay cuatro grupos indígenas de Venezuela que han emigrado a Brasil: warao, pemón, eñepá y kariña. Los datos de ACNUR indican que son un total de 5020 indígenas de origen venezolano. Pero, el número es mayor porque algunos pasan la frontera sin registrarse con ACNUR. Por supuesto, los pemón son un pueblo transfronterizo que siempre han tenido la dinámica de cruzar la frontera. Los warao son la mayoría – con un total de 3247 personas (según los datos oficiales) – y los más esparcidos por el territorio brasileiro. La mayoría de ellos viven entre Pacaraima y Boa Vista, esta última ciudad siendo el lugar con más población.

Hace un poco más de un mes, me llamó una familia warao de 26 personas desde la ciudad de Río de Janeiro (5214 km desde la frontera con Venezuela). Conosco casos de warao en Manaus (993 km de la frontera),  Belém do Pará (5394 km), Fortaleza (6537 km), Teresina (5836 km) y São Paulo (4813 km).

En las ciudades de Pacaraima, Boa Vista y Manaus, un buen número de indígenas viven en abrigos (campamentos).  En Boa Vista existe también una ocupación, donde comparten el espacio con criollos. La diferencia es que el abrigo cuenta con todas las seguridades en cuanto a lo material, porque son administrados por el gobierno y algunas organizaciones internacionales, mientras que la ocupación es administrada por los mismos habitantes. La vida en la ocupación es bastante dura, los habitantes tienen que buscar cómo sobrevivir en todos los sentidos. En este momento, por lo menos, hay algunas organizaciones que ayudan con parte de la comida. La mayor parte busca latas y material de reciclaje que luego venden para tener unas lochitas.

—¿Qué te cuentan los waraos y los otros indígenas que has encontrado en Brasil? ¿Cómo hicieron para recorrer distancias tan grandes? ¿Cómo ven a sus familiares que quedaron en Venezuela?

—La ruta migratoria indígena es larga y llena de incertidumbres. Los pioneros vinieron aquí en el año 2014, trayendo artesanía para vender. Según ellos, la venta era buena y, además, los brasileiros eran muy dadivosos en los semáforos. La colecta era muy buena. En la medida que fue aumentando la población, las dadivas fueron bajando. Además, llegó momento que las autoridades prohibieron que se le diera dinero. Varios grupos fueron deportados. Algunos comenzaron a explorar Brasil adentro, llegando a Manaus donde el mismo patrón se repitió: la colecta era buena. Pero, no solo empezaron a menguarse las dádivas, sino que también comenzaron a experimentar muestra de xenofobia. Además, por la distancia, ya no era rentable regresar a Venezuela a comprar artesanía; y en Brasil no tenían acceso a materia prima para su elaboración.

La vida y la trayectoria migratoria indígena gira alrededor de la familia. La conexión con la familia es constante a pesar de la precariedad. Hay una constante circulación de bienes y dinero, a veces bilateral pero muchas veces unilateral, de Brasil para Venezuela. El indígena también vino a Brasil para poder ayudar a su familia que queda en Venezuela, y busca siempre maneras de mandarle alimentos, ropa, dinero. De repente el criollo calcula mucho la cuestión de los costos. El indígena es movido solo por el vínculo familiar, y puede gastar lo que sea para ayudar a su familiar. Muchos llegan a Boa Vista y sus familiares que están en otras partes les envían dinero para que viaje a Belém do Para, Teresina o Fortaleza para estar juntos.

—¿Hay algún indígena migrante que conocieras antes en Venezuela? Cuéntanos esa experiencia.

—Jajajajajajajajaja. Minerva, te cuento una anécdota. Estaba en Manaus, e iba a la Universidade Federal do Amazonas (UFAM) cuando de repente en un semáforo veo una señora de Winikina [comunidad warao en Venezuela]. Cuando la saludé en warao, no te imaginas su reacción. Y me quedó mirando un buen rato, hasta que el carro en el que yo viajaba desapareció. Que mirada más tierna. Nunca más la vi. Pero ese encuentro me marcó. Otro encuentro impresionante fue con el señor Fidel Torres y su esposa, Angelina Moraleda. En Nabasanuka fueron como papás para mí. La relación con sus hijos siempre fue, y sigue siendo muy afectuosa. ¡Qué bello fue este encuentro! Llegamos a Boa Vista el mismo día, yo de Ecuador y ellos de Venezuela.

¿Sabes algo bonito?, leer sobre los migrantes es una cosa, de repente emocionante e impactante, pero, encontrarse con personas que conoces por nombre, que evoca experiencias compartidas, cuya mirada de dice “te amo tanto”, es una experiencia sobrenatural. Puedo decir que más de 80 % de los warao que he encontrado aquí son personas con quienes compartí la vida, el camino. Encontrarlos es reanudar ese camino, es fortalecer esos lazos, es tomar una posición política y defender su causa. No es justo que estén aquí y en estas condiciones.

—¿Cuál ha sido tu experiencia con el pueblo warao y qué aportes consideras que te han brindado a lo largo de tu vida?

—Te cuento que yo vine a Boa Vista para hacer una investigación, un trabajo de campo. Podemos decir que mi misión era netamente académica. Pero, ¡qué va! Cómo se dice en mi tierra, no pueden borrarse las huellas de personas que han caminado juntos.  Me di cuenta que mi trabajo era una posición política. Yo era más que un observador participante. Y me di cuenta que hay algo que nos une, por lo cual ellos también esperan que yo pueda ser su portavoz. En estos espacios yo me encuentro con personas en cuyas casas comí y dormí. Encuentro personas que me siguen llamando daje, daka, dakobo*. El warao me enseñó el valor de la familia, la familia alargada, donde no importa el color. El warao me enseñó lo que resumo en la palabra polifonía: somos sonidos, diferentes pero armoniosos. Cada uno tiene su lugar y su valor. El warao me enseñó a mirar la selva, el río, de una manera diferente: son parte de nosotros, y tenemos que dialogar con ellos. Al río hay que pedirle permiso para navegar. A la selva hay que pedirle permiso para cortar un árbol.

¿Cómo podré olvidar esa gran lección sobre la primacía del ser humano sobre los ritos? Era un domingo en la comunidad de Nabasanuka. Había monikata, rito warao de reconciliación. El rito había comenzado en día sábado. Era domingo, casi las cinco de la tarde. El padre K’Okal, pensando que como buen sacerdote y tenía que cumplir con sus deberes dominicales. Y sugiero: “Vamos a parar aquí y celebrar la misa”. ¡Qué metida de pata más agradable! El señor Regino Arintero, de una manera muy educada me dice: “Padre, usted no se da cuenta que esta es nuestra misa de hoy. Si logramos resolver este asunto, ya habríamos celebrado la misa”. Sus palabras se guardaron para siempre en mi corazón. La hermana de la Consolata Luigna Goffi, que estaba conmigo en la misión, hizo un gesto eucarístico de una magnitud incomparable. Hizo unas domplinas [tortas de harina de trigo], unas cotufas [palomitas de maíz], y alrededor de las 7:30 pm cuando terminó el rito, coronó la experiencia con una comensalidad, donde todos participaron.

Gracias por enseñarme tanto. Gracias por hacerme uno de ustedes. Mi sueño: volver a compartir la vida con los warao en el delta. Por supuesto, espero que todos los warao en diáspora habrán regresado a su tierra.

Minerva Vitti Rodríguez/Revista SIC/Centro Gumilla

Las carpas-dormitorios del albergue indígena Pintolandia. Foto: Josiah K’Okal.
El salón común de Ka Ubanoko. Foto: Josiah K’Okal.
Alida Gómez (Warao), Zulay (Kariña) y Fiorela Ramos (Warao) – liderezas indígenas en Ka Ubanoko. Foto: Josiah K’Okal.
Artesanas indígenas en el abrigo de Pintolandia. Foto: Josiah K’Okal.
Daje (hermano mayor de un hombre), daka (hermano menor de un hombre), dakobo (hermano de una mujer). Foto: Josiah K’Okal

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