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Crisanto Gregorio León

Ella, no ríe, ni sonríe, con la vista sin brillo y con miedo a pensar, se ha convertido en una autómata, y cuando algún aire fresco le arranca un remedo de sonrisa, le es cruelmente abortado por un gesto de intimidación que enfría sus huesos hasta los tuétanos.

Ha perdido la lozanía de sus mejores tiempos, ahora está desencajada y hasta apresura nerviosamente los pasos para evitar desmoronarse como siempre, ante el farsante.

Cada noche es asaltada vilmente por quien prometió amarla y protegerla. Sufre silentemente su dolor y la rutina de su desgracia amenaza con apocarla cada día más, en una suerte de ruleta rusa en la que espera que todo acabe de una vez.

Jamás imaginó, que quien se mostraba particularmente afable, fuera capaz de albergar tanta violencia. Está arrepentida de haber dejado su casa paterna, con la falsa ilusión de que las cosas tendrían que ser similares o superiores al calor y al amor de hogar de su infancia.

Pero es que le falta valor, ya que el miedo no la deja respirar, la está asfixiando y se ha convertido en una sombra de su propia sombra, a la que teme por metamorfosearse en una cómplice no convidada de su agresor.

Y los hijos, frágiles testigos de ese calvario, introspeccionan la amarga pena del suplicio de su madre, a quien aman; pero confusos por la inexplicable inutilidad de su tormento, no asimilan que su padre pueda ser el enemigo de su honra, de su paz, de su felicidad y del amor que debería cohesionarlos.

Porque él, impunemente le está arrebatando la vida, le está quemando el espíritu y le pisotea su dignidad. Ese hombre que ostenta inmerecidamente el epítome de padre de familia, se desenvuelve como un dechado de virtudes ante los extraños, mientras golpea y ofenda a la propia gente, a su sangre, a su esposa y a sus hijos. Y mientras aparenta ser un buen ciudadano, o un inmejorable vecino; el caos reina en su casa donde mantiene sojuzgada la libertad.

La cara amargada de ella y la mueca del rostro de sus hijos, no pueden interpretarse sino, como que algo malo está ocurriendo; porque no hay alegría en sus almas, no hay sosiego en sus ojos y sus voces quebradas y vencidas por la maldad de un hombre, son evidencia palpable del disfraz que se hace llamar Papá, cuando la megalomanía maneja su conducta, hasta el punto de esputar a su prole y a la mujer que Dios le ha dado.

Cuando ella en incipiente toma de conciencia asoma la posibilidad de liberarse de la genuflexión en que vive, entonces él se presenta aparentemente arrepentido, e invita a extraños a su casa para mostrar sus “buenas obras”, “su buen juicio”, su “talante circunspecto”, y por unos efímeros minutos, pareciera reinar la civilidad de un hogar liderado por un buen padre de familia.

Pero todo es una farsa y solo ella que vive su propio infierno, solo ella puede dar testimonio real, de la crucifixión de sus sueños. Por lo que debe buscar la fuerza de liberarse del dominio del hombre que la maltrata, que no la valora y que la humilla, porque la enferma no es ella. El enfermo es él.

Abogado/ Escritor

crissantogleon@gmail.com

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